Da la sensación que los argentinos aprendemos (¿aprendemos?) tras el error. Nos tienen que pasar cosas terribles, devastadoras, escalofriantes, para que- a posteriori- algo cambie (¿algo cambia?) Pareciera que no nos sirve la experiencia ajena ni propia a fin de prevenir y evitar ciertos males. Tenemos que padecer un Cromañón para tomar conciencia del hacinamiento en los boliches y el riesgo de jugar con bengalas. Hay que ser arrollado por un tren para entender que no se debe cruzar las vías con la barrera baja. Hay que morirse ahogado para controlar que las lanchas de excursión provean chalecos salvavidas para los pasajeros (y que éstos, se los pongan). Tienen que chocar dos micros repletos de estudiantes para enterarnos que los choferes están mal dormidos. Tiene que haber un Soldado Carrasco muerto para que descubramos el abuso de poder y los malos tratos a los colimbas. Tienen que haber cientos de accidentes de tránsito por día para entender que el cinturón de seguridad sirve para algo, que el alcohol al volante es suicida y homicida, y que el exceso de velocidad es tan peligroso como cualquier otro exceso. Tiene que atacar un violador reincidente para percatarnos que el sujeto fue liberado antes de tiempo. Tiene que venir una ola polar para recordar que hay gente sin techo que irremediablemente va a morir congelada. Y así, sucesivamente, indefinidamente, en todos los aspectos de la vida cotidiana.
Reaccionamos (¿reaccionamos?) siempre tarde. En las situaciones más trágicas, que ya son moneda corriente, el mal está hecho. Ya no hay remedio. No hay vuelta atrás. Algo insustituible e ireemplazable se perdió para siempre. Familias destrozadas. Proyectos truncados. Sueños rotos. Nadie les devuelve lo perdido a las víctimas. Es más, muchas veces las víctimas son más cuestionadas que los propios victimarios.
Hoy, Isidro, una víctima más (y van …), nació y murió antes de tiempo. No alcanzó a vivir. No lo dejaron. No tuvo la oportunidad. Se la negaron. Su mamá, Carolina, que está peleando por su vida, no pudo abrazar a su bebé, ni siquiera despedirlo.
¿Quién repara semejante daño? ¿Qué justificación garantista sobre los riesgos de la exclusión social que esgriman algunos trasnochados podrá mitigar tanto dolor? Ninguna.
Isidro se nos murió a los argentinos, no sólo a su familia. Todos (¿todos?) lo sentimos así.