Crecí con ella. Con sus canciones, sus cuentos, su poesía. La vi en el Teatro San Martín, en la década del ’60, cuando ese inolvidable dúo- María Elena Walsh-Leda Valladares- cautivaba a grandes y a chicos con sus “Canciones para mirar”.
Sensible, sutil, talentosa, graciosa, versátil, profunda, nunca subestimó la inteligencia de los chicos. Muy por el contrario, hizo florecer nuestra imaginación, sembró ricas imágenes y sonidos, nos inspiró, nos dio alas para volar.
De su mano, espiamos el Reino del revés, acompañamos a Manuelita a embellecerse a París; fuimos invitados a tomar el té; viajamos con el Doctor en su cuatrimotor; nos perdimos en el bosque junto al Brujito de Gulubú; admiramos a la Vaca, única sabia de Humauaca; nos paseamos con la naranja de la sala al comedor; viajamos en el último tranvía que rueda todavía; asistimos a la coronación de la Reina Batata; bañamos a la luna; bailamos el twist con el Mono Liso; perdimos súbitamente la memoria en el País del Nomeacuerdo; le cantamos a la flor violeta del jacarandá; nos arrebataron el sombrero en la calle del gato que pesca; descubrimos la música del Señor Juan Sebastián; nos confundimos de concurso, como los gatos que no sabían bailar la chacarera; nunca averiguamos por dónde camina la Hormiga Titina; le robamos la cinta a la Mona Jacinta; nos empachamos de lana con la Familia Polillal; lloramos con la Pájara Pinta, viuda del Pájaro Pintón; nos resfriamos con Mambrú en la Calle del Estornudo; entramos al Bazar con el Osito Osías; pudimos sentir que nuestros pies tienen raíz, como los del Jardinero; tomamos sol a la orilla del mar, junto al Perro Salchicha, Gordo Bachicha…
Y ya de grandes, renacimos una y mil veces, como la Cigarra; se nos achicharró el alma en Barco Quieto; caminamos melancólicos por París, con gabán de pizarra; revalorizamos dos cosas básicas y necesarias: sábana y mantel; asistimos al entierro de la pobre mujer, que se murió de cansada, que ya no tiene nada que hacer, y ya no hace nada; descubrimos qué vivos son los ejecutivos; confirmamos en carne propia aquello de “me duele si me quedo, pero me muero si me voy”; derramamos lágrimas de dolor contemplando su Postal de Guerra; encendimos las nuevas luces del viejo varieté; nos preguntamos por qué si el aire es de todos, pagamos por respirar; le dimos la cana a Magoya, “el coso que nunca da la cara”.
En su “Canción para los demás”, la Walsh dice: “El que vive para nadie/ sabés dónde va a parar/ a torres de arena y humo/ y a su propio funeral”
No es tu caso, María Elena. Vos viviste para todos nosotros. Estuviste, estás, y seguirás estando en el corazón de niño que conservamos, ese corazón que supiste cultivar como nadie.
Gracias por ser una artista con todas las letras, una ilusionista que hace el mundo desaparecer. Hasta siempre.