Martín Bossi es un actor extraordinariamente dúctil. Posee un instrumento trabajado y afinado, que le permite –entre otras cosas- cantar, metamorfosearse en un sinfín de personajes, desplazarse y hablar como ellos, haciéndolos verosímiles hasta la médula.
Así el actor se transforma, como por arte de magia, en un vanidoso Luis Miguel, en un seductor y carraspeador Cacho Castaña, en un Calamaro en copas, en un hiperkinético Fito Páez, en un Joaquín Sabina cabrón, en un Polino con cara de traste, en un Pachano con brazos-hélice, en un Majul de dientes apretados, en un meloso Claudio María Domínguez, en una indescifrable Flor de la V, y en el semi dios de Charly García.
Las caracterizaciones son cuidadas hasta en los más mínimos detalles. No es sólo la máscara, el cabello, el vestuario, sino la actitud y sello personal y distintivo de cada uno de los elegidos, lo que pone en evidencia el cultivado poder de observación del actor. No son meras imitaciones sino verdaderas recreaciones, subrayando los aspectos más pintorescos y graciosos.
Por todo lo expuesto, es más que evidente que Bossi es un gran actor, y no un simple imitador, sin desmerecer este difícil género. Cuando propone el juego de despojarse de las máscaras, y redescubrir al ser que se esconde tras ellas, Bossi bucea en aguas profundas y se sumerge en una intensidad dramática que quiebra el tono festivo imperante, apuntando a la emoción del espectador. Este deliberado “volantazo” responde seguramente a una necesidad íntima y personal del actor de evitar el encasillamiento fácil, y de preguntarse si está donde realmente quiere estar. Un cuestionamiento legítimo, que pone nuevamente de manifiesto su versatilidad y su coraje de correrse de la “zona de comfort”, para animarse a pulsar otras cuerdas.
De todos modos, y éste es un tema que compete más a la dirección y puesta en escena que a la interpretación, “El Impostor Apasionado” se alarga innecesariamente. Resultaría mucho más efectivo si fuera más conciso, evitando la reiteración de recursos y efectos y cierta tendencia a la dispersión, “apretando” más las escenas, apostando a una saludable síntesis.
En teatro, como en la vida, casi siempre “menos es más.”