“Más liviano que el aire”, basada en la novela homónima de Federico Jeanmarie (Premio Clarín 2009), en la adaptación teatral de Gabriela Izcovich. Elenco: Betiana Blum y Eduardo Carrera. Escenografía: Alicia Leloutre. Vestuario: Lorena Díaz y Gabriel Lage. Iluminación: Eli Sirlin. Música original: Lucas Fridman. Producción: Chino Carreras. Dirección: Gabriela Izcovich. Teatro Municipal Coliseo Podestá.
La excusa argumental de “Más liviano que el aire” es un recurso original y efectivo. En lo que hoy llamamos cotidianamente “una entradera”, una anciana es obligada-supuestamente a punta de navaja- a ingresar a su departamento por un joven delincuente, a quien logra encerrar en el baño, tras engañarlo confesándole que tiene todo su dinero escondido en el botiquín.
De ahí en más, ambos entablan un diálogo, separados por una puerta que nunca se abre. Más que diálogo, lo que el espectador escucha es un monólogo: el de esta maestra jubilada de 93 años, que intenta enseñarle buenos modales al “raterito”, y aprovecha su presencia para contarle la historia de su larga vida.
El ladronzuelo, beligerante y violento al principio, va modificando su actitud con el correr de las horas, y presta su oreja complacido. Ella –Rafaela- también cambia: de estar a la defensiva, pasa a tomarle cariño a Santi, este adolescente descarriado, que bien podría ser su nieto, y a quien pretenderá “enderezar”.
Poco importa si lo que la protagonista relata realmente sucedió o no, si es fruto de su imaginación o responde a los hechos. Cuenta que quedó huérfana cuando era muy pequeña, y fue criada por una tía malvada. Su madre muere en un accidente, y su padre –abatido por la tristeza y el escarnio público – le sigue poco después.
El sueño máximo de su madre, Delita, era volar. No en sentido figurado, sino convirtiéndose en aviadora, fantasía casi irrealizable para una mujer de principios del Siglo XX. El precio que debió pagar para cumplirlo fue demasiado alto.
Rafaela, por su parte, tuvo dos experiencias traumáticas con hombres, que no hicieron más que subrayar el desamparo y soledad de sus primeros años de vida. Eso explica esa necesidad de comunicarse, de contar, de abrir su corazón y compartir tantos recuerdos con el intruso.
Betiana Blum –actriz dúctil y versátil si las hay- conmueve y divierte con su cuidada composición. Su Rafaela (apodada “Lita” por su “invitado”), es un ejemplar de una especie en extinción. Ella y él pertenecen a mundos diametralmente opuestos, hablan distintos idiomas y-sin embargo- construyen un vínculo que zanja esas diferencias. Si lograran sobrevivir, serían otras personas tras este inesperado encuentro. Su interlocutor –Eduardo Carrera-, construye (sólo con su voz) un personaje rico en matices.
La dirección de Gabriela Izcovitch es precisa y alterna los climas con equilibrio.
Al final, Lita –como su madre, Delita- logra también, a su manera, alzar el vuelo.