En la inquietante obra de Mario Diament, “El cazador y el buen nazi”, Jean Pierre Noher encarna al cazador de nazis Simon Wiesenthal, mientras que el co- protagonista Ernesto Claudio personifica a Albert Speer, arquitecto y ministro de armamentos de Hitler. Corre el año 1975. Speer visita a Wiesenthal en el Centro de Documentación que él dirige en Viena. Wiesenthal sobrevivió a largos años de cautiverio en un campo de concentración, y desde su liberación, su misión en la vida es rastrear en el mundo entero a los criminales de guerra fugitivos. En cuanto a Speer, fue condenado a una pena de 20 años en prisión en los juicios de Nüremberg, por su estrecha colaboración con el Tercer Reich.
Speer y Wiesenthal están en las antípodas. Difícil imaginar un diálogo más o menos civilizado entre dos hombres tan disímiles, con historias de vida tan antagónicas. Sin embargo, el autor lo logra, matizándolo con pinceladas de ironía, sarcasmo y humor. Ambos se semblantean, se provocan, se estudian, como dos animales que se husmean, se acechan, se miden. El dueño de casa propone un juego, una suerte de juicio en el que ambos serán acusados y fiscales alternativamente. Es teatro dentro del teatro, un recurso muy efectivo a lo largo del cual irán apareciendo facetas desconocidas, que echarán luz sobre sus respectivas personalidades.
El director de la pieza, Daniel Marcove, le imprime ritmo a una obra que se apoya principalmente en el diálogo, en el texto, y no en las acciones físicas. Sin embargo, la puesta en escena es dinámica y el espectador siente todo el tiempo que algo está a punto de estallar.
¿Qué decir de las interpretaciones? Verosímiles, viscerales, contundentes, medulares. Jean Pierre Noher dota a su personaje de un acento extranjero impecable. Es cálido, tierno, hasta pícaro. Su postura, su andar, sus gestualidad, su decir, todo cuidado al detalle. Igual de meticuloso resulta el trabajo de Ernesto Claudio, cuyo Speer muta visiblemente a medida que los velos se van descorriendo. Es apasionante percibir los sutiles mohines y movimientos que el actor hace como respuesta al impacto de lo que se le achaca (esa tos nerviosa, esa mano aferrando el saco…). Un “tour de force”. Un duelo actoral. Dos clases magistrales de teatro.
“El cazador y el buen nazi” es una invitación a la reflexión colectiva. Habla entre otras cosas del negacionismo tan típico de los tiempos que corren, del rol de la sociedad, del grado de complicidad y responsabilidad de los ciudadanos que no toman partido, que “no se meten”, que no se involucran, que no se juegan, a pesar de ser testigos de amenazas ominosas y situaciones horrendas. Eso la hace vigente, actual, imperecedera. Es una de esas obras de las que el espectador seguirá hablando y repensando durante días, porque lo interpela y lo cuestiona.
Obviamente, lo de “buen nazi” es un oxímoron, léase: la provocativa yuxtaposición de dos palabras irreconciliables. Así de provocativa resultó la obra que disfrutamos el pasado viernes en el Teatro Metro de la Plata. ¡Chapeau!