Hace ya 50 años de la llamada “Tragedia de los Andes”. Un vuelo fletado que partió de Montevideo con destino a Santiago de Chile chocó contra una montaña en plena cordillera. El vuelo transportaba a 45 pasajeros y tripulación, incluidos 19 miembros del equipo de rugby Old Christians Club, junto con algunos familiares, simpatizantes y amigos. Tres miembros de la tripulación y ocho pasajeros murieron inmediatamente. Durante los siguientes 72 días murieron 13 pasajeros más. A los 10 días del accidente, los sobrevivientes se enteraron por radio que ya no los buscarían más. En lugar de desanimarlos, esa noticia fue un acicate para activar, poner manos a la obra y tomar conciencia que, de ahí en adelante, todo dependía de ellos y de nadie más. Canessa y Parrado, tras una dura travesía, dieron con un arriero chileno, Sergio Catalán, y ahí comenzaron las tareas de rescate. Recuerdo como si fuera hoy el titular en letras de molde de todos los diarios: “¡VIVEN!”. Entonces se reemplazó la palabra “Tragedia” por “Milagro”.
Por alguna razón, asocio ese acontecimiento con la tragedia colectiva que hoy vivimos en Argentina, con tanta hambre, tanta pobreza, tantos muertos, tanta pelea, tanta incertidumbre, tanta mezquindad, tanta inoperancia. Hay un ejemplo ahí que podríamos imitar: el trabajo en equipo (nadie se salva solo); diseñar una estrategia, un plan; no esperar que la ayuda nos caiga del cielo; buscar consensos y aprender a convivir en el disenso; dejar de lado enfrentamientos y egoísmos estériles en pos del bien común. ¿Seremos capaces de gestar ese “milagro”? ¿Estaremos a la altura de las circunstancias? No sólo la clase política, sino todos nosotros, todos los tripulantes de esta nave estrellada, todos los que elegimos quedarnos a pesar de todo. Citando a Jorge Luis Borges: “Creo que nuestro deber es la esperanza, la probable esperanza, la verosímil esperanza.”
Publicada en Clarín, 29/6/2022