No soy muy futbolera. Como platense, simpatizo con Estudiantes de La Plata, y me alegró el golazo de Rojo, obviamente. Pero más allá de todo, sentí algo muy claramente al percibir el tan necesario desborde de alegría colectivo, en casas, oficinas, calles y plazas. Cuando el adversario (o enemigo) es externo a nosotros (pongamos por caso una Copa Mundialista o el reclamo por las Islas Malvinas), todos, absolutamente todos nos encolumnamos. No hay grietas, divisiones ni enfrentamientos. Indefectiblemente, todos nos ponemos la misma camiseta, tiramos del mismo carro, todos remamos en la misma dirección, todos unimos esfuerzos y voluntades en pos de una causa, de un objetivo en común.
En cambio, cuando el adversario está adentro, cuando convivimos con gente que piensa y actúa diferente, ahí nos cuesta horrores ponernos de acuerdo, negociar, ceder, escucharnos, tolerarnos. Restamos en lugar de sumar. Perdemos energía y tiempo en rencillas inútiles, inconducentes. ¡Qué pena que esa esporádica armonía, que esa imprescindible unión, no dure más que un Campeonato de fútbol!