Soy platense por adopción. Adopté a la ciudad de las diagonales – o ella me adoptó a mí- en la etapa universitaria, cuando transcurría la agitada década del `70. Y hay algo que indefectiblemente sucede en esta época del año y que nunca deja de emocionarme. Caravanas de autos tocando bocina tras otro con el baúl abierto y un o una joven enchastrada, feliz, portando un cartel que reza: Soy abogado, o médico, o arquitecto, o dentista, o periodista, o biólogo, o bioquímico, o ingeniero, o físico, o profesor, o artista plástico, o contador, o investigador. Y pienso en los años que esa persona invirtió en sus estudios, “quemándose las pestañas”, contenida y acompañada por su familia, con un objetivo claro, con una meta: recibirse, convertirse en profesional. Muchos de ellos procedentes de otras ciudades, de otras provincias, hasta de otros países, con todo lo que ello implica. La Plata siempre acogió generosamente a jóvenes de todas partes, sin distinción alguna. Me genera enorme ternura, me emociona que aún en un país que no arranca, que ofrece pocas posibilidades de trabajo, que paga sueldos con los que no se llega a fin de mes, aun así (y afortunadamente), nuestra prestigiosa Universidad Nacional de La Plata siga produciendo profesionales entusiastas en todas las áreas, materia gris de primera, dispuestos a aportar sus habilidades. Nuestra Universidad pública y gratuita es una gigantesca usina de conocimiento que nos enorgullece. Hago votos para que quienes de ella egresen no deban emigrar (nuevamente) en busca de un futuro mejor.