Es bastante habitual que, tras leer un libro que nos ha encantado, la versión cinematográfica o teatral del mismo nos decepcione un poco. Tal vez porque como lector o lectora, vamos gestando nuestra propia serie de imágenes, de diálogos, de escenas, de paisajes, a medida que transitamos esas páginas.

“Ruth”, la novela de Adriana Riva, publicada por Seix Barral, me cautivó. Es uno de esos textos que se devoran de un saque. Cuenta la autora que se inspiró en su propia madre para imaginar a “Ruth”, una mujer de ochentaytantos, viuda, que reflexiona en voz alta sobre esa etapa de la vida. Ruth tiene dos hijos grandes – “el abogado” y “el del perro”-, dos nietas,  y unas cuantas amigas entrañables de su misma edad y con los mismos achaques. Es médica jubilada. Ama la pintura (hace cursos on-line), escucha música, va al Colón a ver óperas. Pasa la mayor parte del tiempo en la cocina, su lugar predilecto, y no precisamente porque le guste cocinar. A lo sumo, un café instantáneo. Cuenta con “Blanca”, una empleada doméstica. Sale poco, le tiene miedo a las caídas, aunque las peores hayan sido en su propia casa. De vez en cuando charla con su psiquiatra, a quien eligió sólo porque vive en el vecindario.

Cuando me enteré que el hermoso texto de Adriana Riva había sido llevado al teatro, no demoré en sacar una entrada para verla en “Dumont 4040”. La idea original de esta arriesgada propuesta fue de Maite Caballero y Javier Berdichesky. Este último, junto a Andrés Gallina, adaptaron la novela al escenario, y la dirección corrió por cuenta de Mariana Chaud, con la asistencia de Gabriel Baigorria.

La obra podría haber sido un unipersonal, pero la formidable vuelta de tuerca que los adaptadores lograron fue incorporar a otro personaje, su íntima amiga “Luisa”, que a su vez se desdobla permanentemente en otros roles: hijos, nietas, marido, psiquiatra, empleada, otras amigas, etc. Ese recurso le imprime ritmo y dinamismo a la puesta. Aunque haya sólo dos actrices, el escenario se puebla de gente, de voces, de lugares, y hasta de imágenes de los pintores a quienes Ruth ama.

Quien habita la piel de “Ruth” es nada más y nada menos que la icónica actriz, narradora oral, docente, dramaturga y directora teatral Ana María Bovo.  Sutil, medida, sin estridencias, creíble hasta la médula, su Ruth resulta hipnótica. Nos invita a recorrer su vida, su mundo, sus tribulaciones, sus temores, sin tapujos ni reservas. No tiene nada que ocultar, nada que disimular a esta altura del partido. No cae en la autoconmiseración. Acepta las cosas tal como son, sin reproches, con un sabio pragmatismo. Bovo hace gala de delicadas transiciones, de pausas y silencios preñados de contenido. Capo lavoro.

Como una ráfaga de aire fresco, “Luisa” irrumpe en su cocina y le propone embarcarse en una aventura. Elvira Onetto es la co-protagónica de la obra, y es quien encarnará a tantos otros personajes que interactúan con Ruth. La química y complicidad entre ambas es notable. Juntas se potencian, se adivinan, se complementan, se completan. Una dupla muy aceitada y efectiva.

Otro acierto es la escenografía minimalista y funcional de Marina Tirantte, que las propias actrices van armando y desarmando, realzada por la iluminación de Matías Sendón. El vestuario de Mariana Seropian condice con las características y estilos de vida de ambas mujeres. Las proyecciones de los cuadros (fotografías de Luis Sens) nos permiten asomarnos ese mundo pictórico que Ruth tanto admira. La música incidental (Jackson Souvenirs) crea climas sugestivos.

La directora Mariana Chaud le saca el jugo al riquísimo texto, y pinta este lienzo con acertadas pinceladas de profunda reflexión existencial, combinadas con saludables dosis de humor, que el público agradece a carcajada limpia.

  La producción ejecutiva de “Ruth” corrió por cuenta de “Dumont 4040” (bella sala) y de Maite Caballero.

Recomiendo ambas cosas: leer la novela de Adriana Riva y ver la obra de teatro. Placer por duplicado.

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