“¿Qué hacemos con Walter?”, de Juan José Campanella y Emanuel Diez. Elenco: Miguel Ángel Rodríguez, Martín Campilongo, Karina K, Victoria Almeida, Fabio Aste, Federico Ottone, Araceli Dvoskin. Diseño de escenografía y vestuario: Cecilia Monti. Diseño de maquillaje: Elena Sapino, Osvaldo Esperon, Beatushka Wojtowicz. Diseño de luces: Eli Sirlin. Sonido: Gonzalo Arenas, Mariano Luna, Marcelo Valone. Fotos: María Antolini. Diseño gráfico: Daniela Derquiorkian Arteaga. Diseño de caricaturas: Gabriel Lucero. Planificación de medios: Bárbara Thumann. Asistente de producción: Vanina Catania. Producción ejecutiva: Amelia Ferrari. Producción general: Muriel Cabeza. Asistencia de dirección: Gabriel Gómez Nayar. Dirección: Juan José Campanella. Producida por “100 bares Producciones”. Multiteatro Comafi, Avda Corrientes 1283, CABA.
Es innegable que el humor es una herramienta formidable para hablar de temas serios, sin sermonear ni ponerse solemnes. Y eso lo tiene más que claro Juan José Campanella, co-autor y director de “¿Qué hacemos con Walter?”, una comedia que literalmente revienta la taquilla del Multiteatro Comafi desde el día de su estreno.
La trama de este cuasi grotesco gira en torno a una típica reunión de consorcio de un edificio de departamentos, a la que –como es habitual- asiste un porcentaje mínimo de los consorcistas. Y el tema puntual que los convoca es decidir si el encargado, “Walter”, es o no despedido, tras 15 años de labor.
Esas reuniones aleatorias funcionan siempre como una suerte de microcosmos, un muestreo de lo más característico de la sociedad (la aristocracia del barrio, diría Serrat). Esa parece ser la intención de los autores: presentar a una serie de estereotipos muy reconocibles (y muy “argentos”), que resumen todo lo bueno y todo lo despreciable de nosotros mismos como individuos y como ciudadanos. El público que colma religiosamente la sala noche tras noche, reconoce inmediatamente a esos personajes tan familiares, tan cercanos, tan identificables.
Miguel Angel Rodríguez encarna a “Héctor”, farmacéutico, presidente de este alicaído consorcio. Tipo buenazo, solitario, sensible, a quien le cuesta muchísimo dejar al cuestionado portero en la calle. Karina K es “Nelly”, periodista y “comunicadora” muy pagada de si misma, bastante “maestra ciruela”, chusma, juzgadora, auto-suficiente, que fogonea desde hace tiempo el despido. Federico Ottone es “Martín”, estudiante de Derecho crónico, hijo de madre pudiente, con un discurso psicobolche de libro, que da cátedra con la panza llena. Victoria Almeida es “Ana”, joven madre separada, deprimida, atada a su ex, que todo lo tiñe con su melancolía y frustración. Araceli Dvoskin es “Noemí”, una señora en silla de ruedas, con cara de esfinge, compendio de clichés y prejuicios, que remata lacónicamente las situaciones planteadas. Campi es “Jáuregui”, el administrador del edificio. Fabio Aste es el “Walter” en cuestión, un pobre diablo que se las rebusca como puede, mientras espera ilusionado la visita de su amada hermana melliza, proveniente de Misiones. Lo que Walter no espera de ninguna manera es que lo jubilen de prepo. Otro personaje que no figura en el programa de mano pero que es de fundamental importancia, es indudablemente el ascensor (gran acierto de la puesta).
Muy ingenioso el recurso de la pantalla con famosos, a modo de separador entre escenas, con Graciela Borges, Guillermo Francella, Marcos Mundstock y el propio Campanella, hablando de los efectos perjudiciales para la salud que acarrean las reuniones de consorcio, así como las decenas de desopilantes mensajes que los copropietarios pegan en los ascensores de los edificios, antes del comienzo de la pieza.
En un elenco homogéneo y muy aceitado, destacamos la hilarante composición de Martín Campilongo en la piel de ese administrador inescrupuloso, agrandado, que reúne todas las características del típico chanta argentino. Verdadero capo lavoro el de Campi. También resaltamos el doble rol de Fabio Aste, con esos personajes que aportan una saludable dosis de sencillez, ingenuidad, pureza y humildad, en un ambiente saturado de dobles discursos, estrechez mental e hipocresía.
Juan José Campanella logra un producto entretenido, divertido, para nada pasatista, ya que promueve la reflexión sobre asuntos profundos: los vínculos, la solidaridad, la empatía, la búsqueda de consenso, la expresión de los afectos, el intentar ponerse en la piel del otro.
Buscar lo que nos une, en lugar de poner el foco en lo que nos separa. Oportuna propuesta de este talentoso y multifacético artista.