“Mateo”, de Armando Discépolo, por el Grupo de Teatro Duodeno. Elenco: Pablo Fernández Iriarte, Lidia Boreán, Andrés Beltrano, Francisco Mendieta, Bárbara Eval, Ricardo Spalletti. Escenografía: Victor Chacón. Vestuario: Carolina Scarfela, Emilia Quintela, Zaira Allatumi. Maquillaje: Romina Scarnatto, Liliana Almeida. Sonido e iluminación: Carolina Scarfela, Emilia Quintela. Dirección y puesta en escena: Esteban Matrángulo. Teatro La Lechuza, calle 59 entre 10 y 11.
Armando Discépolo (1887-1971) fue indudablemente una de las figuras más sobresalientes del teatro argentino de las primeras décadas del siglo XX. Así como Luigi Pirandello creó el “grotesco”, Discépolo dio origen al “grotesco criollo”, género que él definiría como “el arte de llegar a lo cómico a través de lo dramático.”
Como señala el investigador León Mirlas, Discépolo no sólo sentía la amargura de la gente humilde en edificar y sostener un hogar, sino que comprendía como pocos el dolor que provoca el desencuentro generacional, el choque entre padre e hijos, conflicto presente en sus tres piezas esenciales: “Mateo” (1923), “Stéfano” (1928) y “Relojero” (1934).
En “Mateo” se funde la amargura del hombre que no logra mantener su hogar, con el odio y resentimiento que le produce el “progreso”, simbolizado por la llegada del ruidoso y prepotente “automóvile”, acérrimo enemigo de su desvencijado carro y su enjuto y viejo caballo. Individuo versus sociedad, y la frustración descargada sobre los parientes más cercanos.
El Grupo de Teatro Duodeno brinda una estupenda versión de este clásico rioplatense. El “Miguel” de Pablo Fernández Iriarte logra esa compleja fusión con su amado “Mateo”. Ambos son uno y el mismo. Su desgarbado andar, sus gestos (casi muecas), su aspecto físico, su agotamiento: verlo al personaje es ver a su alter-ego, ese pobre animal a punto de desfallecer. Gran trabajo del actor, creíble hasta la médula.
Lidia Boreán es “Carmen”, su sufrida esposa, madre de Carlitos (Beltrano), Chichilo (Mendieta) y Lucía (Eval). Y Spalletti es “Severino”, el tránsfuga prestamista que convence a Miguel que el único camino es “entrare”, ensuciarse para darle de comer a la prole, aunque todos terminen “hocicando en la última zanja.”
El elenco no tiene fisuras. Todos componen criaturas verosímiles, de carne y hueso. El “Chichilo” de Francisco Mendieta parece salido de una película del neorrealismo italiano: tierno, ingenuo tirando a tonto, bien intencionado, un niño eterno con ínfulas de campeón mundial.
La irrupción de “Severino” y su galera chimenea, le da esa pincelada de humor que distiende y aliviana el clima. Muy gracioso contrapunto.
Cabe destacar la excelente ambientación escenográfica, así como el maquillaje y vestuario, enormes aliados de la caracterización.
La dirección y puesta en escena de Esteban Matrángulo es impecable. Saca lo mejor de sus actores y respeta a pie juntillas la esencia de un texto difícil de abordar. Un hallazgo el segundo cuadro en el que Miguel traslada al Loro y Narigueta (los chorros): el principio del fin.
“Mateo”: la vigencia de un clásico.