“El Psicoanalista de Fierro”. Libro: Martín Caprari y Carlos Fiasconaro. Elenco: Adrián Di Pietro y Leandro Chavarría. Diseño de escenografía: Carlos Fiasconaro. Diseño de vestuario: Lorena Velásquez. Dirección general: Lorena Velásquez. Pasaje Dardo Rocha, Sala “B”.
“Antes que nada, apago el celular, porque no debe estar prendido durante la sesión”, piensa en voz alta el Doctor Kolinos (Di Pietro). Innecesaria reflexión, puesto que el terapeuta no espera ya más pacientes esa noche. Su asistente, “Dorita” se retira, y el psicólogo, que supuestamente se iba a quedar despierto trabajando en su proyecto, se acuesta en el diván y se duerme. Lo asaltan horribles pesadillas y una de ellas se materializa.
El Dr. Kolinos está embarcado en el análisis psicológico de grandes personajes literarios, como Romeo y Julieta y el Quijote. Tal vez por eso quien se apersona en su consultorio es nada más y nada menos que el mismísimo gaucho Martín Fierro. No viene solo: lo acompaña su réplica, la estatuilla del Premio Martin Fierro, cuidadosamente guardada en una bolsita.
El trastorno que padece la criatura nacida de la pluma de José Hernández, es una suerte de esquizofrenia, un desdoblamiento de personalidad, una puja ciudad versus campo. Por momentos, hace gala de su jerga gauchesca, y en otros, se expresa como representante de una tribu urbana.
El disparador de “El Psicoanalista de Fierro” es atractivo. El planteo inicial resulta prometedor. No así su desarrollo. A pesar de contar con dos buenos actores (la dualidad que logra Chavarría es muy graciosa), el texto se queda en los aprontes y hace agua. No logra remontar vuelo y se reitera. Gira en círculos concéntricos sin avanzar, sin arribar a un clímax. Por otra parte, las forzadas referencias a personajes de la televisión, como Ventura, Rial, Polino, Tinelli, abaratan la propuesta y no suman.
Tampoco la puesta en escena logra mantener y acrecentar el interés, a medida que transcurre la acción. Se desaprovecha el ingenioso recurso de la payada, no sacándole todo el jugo posible, lo cual es una pena. Tanto el comienzo de obra como el final carecen de fuerza e impacto.
La sensación que queda es la de haber visto un ejercicio divertido, un borrador, un bosquejo, que amerita ser trabajado y pulido antes de transformarse en una pieza teatral.