Tras el informe dado a conocer por la Corte Suprema de Pensilvania, que da cuenta de un millar de víctimas de “sacerdotes depredadores” desde 1940, el Papa dice estar “avergonzado y arrepentido”. Me pregunto, ¿con eso basta? ¿Alcanza para subsanar un daño irreparable? El Santo Pontífice pide perdón en nombre de la Iglesia. ¿Por qué tendríamos que perdonar semejantes aberraciones? Es vox-populi que la institución siempre ha protegido y apañado a curas abusadores, enviándolos a destinos en los que nadie conocía su “prontuario”. Siempre negaron las evidencias, en una miserable actitud corporativa. Esos personajes pervertidos deben pagar con la cárcel como cualquier violador. No tienen coronita por vestir los hábitos. Son sus malos hábitos los que los condenan. Tal vez, ha llegado la hora de que la Iglesia revise -entre otras cosas- la obligatoriedad del celibato para ordenarse como sacerdote. E, indudablemente, dicho sea de paso, ya es hora de que en nuestro país, el Estado se divorcie de la Iglesia de una vez por todas.