Por Irene Bianchi
Pilar Sordo sigue llenando teatros, contándonos lo que ya sabemos, pero necesitamos volver a escuchar. Que los padres nos hemos vuelto demasiado permisivos. Que así como les temíamos a nuestros propios padres, ahora les tememos a nuestros hijos e intentamos complacerlos para no parecer “jodidos”. Que no sabemos ponerles límites. Que no permitimos que se aburran y así desarrollen su ingenio y creatividad. Que los consultamos “democráticamente” antes de tomar cualquier decisión, por insignificante que sea, aunque ellos no estén lo suficientemente maduros como para emitir una opinión al respecto. Que confundimos el rol de padres con el de amigos y cómplices, porque confundimos autoridad con autoritarismo. Que cuestionamos a los docentes y los agredimos (verbal y hasta físicamente) cuando “osan” llamarles la atención a nuestros hijos. Queremos caerles bien a los chicos a toda costa. Que digan “Mis viejos son increíbles”, justamente porque les permitimos hacer lo que se les canta, sin reprenderlos. Por otra parte, agrega la verborrágica chilena, muchas veces nuestro lema parece ser “Haz lo que yo digo, mas no lo que yo hago”. Es decir, que nuestros ejemplos dejan bastante que desear. Más que respetar las normas, les mostramos con nuestros actos que es más divertido aprender a eludirlas. Rinde más ser astuto que correcto. Además, no los entrenamos para solucionar conflictos por si mismos, resolviendo rápidamente sus problemas. La consecuencia de esta ansiedad de nuestra parte desemboca en que no toleren la frustración, condición “sine quanon” para su vida de adultos en sociedad. Nos genera culpa “ponerlos en penitencia”, y solemos reducir el “castigo” (ni compu, ni celu, ni play), con lo cual el valor de nuestros “Sí” y “No” se vuelve bastante licuado y relativo. Esta exitosa autora le dedica una sección importante de su monólogo al “Dios Pantalla”, la actual adicción a la tecnología que atenta contra la comunicación verdadera y profunda entre las personas. Sufrimos un síndrome de abstinencia cada vez que olvidamos el celular, adminículo que se ha convertido en un apéndice de nuestro cuerpo, aun para los que nacimos y crecimos sin ellos. Llama la “Santa Trinidad” al trío compuesto por el celular, la computadora y la tele. Expresamos nuestras emociones a través de “emoticones”. Los saludos de cumpleaños ya no implican llamarse, sino escribir unas pocas palabras en facebook. Según Sordo, la tecnología acerca a los que están lejos, y aleja a los que están cerca. Salvo por la euforia mundialista, que nos hizo ganar las calles a pura alegría, los adultos hemos perdido esa capacidad de goce tan asociada a la infancia. Ya no bailamos, no cantamos, no reímos. Vivimos sumidos en nuestras preocupaciones, siempre ocupados, siempre con el ceño fruncido, como si fuera más virtuoso mostrarnos sacrificados que contentos. La máscara de la tragedia cotiza más que la de la comedia. Si confesamos disfrutar de nuestro trabajo, no tiene gracia. En particular los argentinos, tenemos una melancolía tanguera muy marcada, que nos lleva a ver el vaso medio vacío, quejarnos de todo, y encontrar la paja en el ojo ajeno. Pilar Sordo propone activar nuevamente “el panzómetro”: esa mezcla de intuición y sentido común que tenían nuestros padres que, con todos sus defectos y falencias, sonaban más consistentes y seguros que nosotros. Es notable la elocuencia de Pilar Sordo, que mantiene cautiva a su audiencia (mayoritariamente femenina) durante 2 horas. Lo suyo es una suerte de “stand-up”, a lo largo del cual no se reitera, ni apela a muletillas ni a ningún ayuda memoria. Se permite matizar su pulcro relato, basado en investigaciones y trabajo de campo, con “palabrotas” rioplatenses muy bien puestas, que generan complicidad y subrayan adecuadamente sus sentencias. Ya la habíamos visto en “Viva la diferencia”. Esta nueva presentación de Pilar Sordo en un Coliseo Podestá repleto, gira en torno a su libro “No quiero crecer: cómo superar el miedo a ser adulto”. Como siempre, un placer escucharla y aceptar el desafío que propone: volvernos a mirar.