A menudo me pregunto qué hicimos (o no hicimos) los argentinos para merecer la clase dirigente que tenemos y padecemos. El espectáculo que los candidatos están ofreciendo estos días es patético. Los vemos “rosquear”, cruzarse de vereda, cambiar de bando y camiseta como si nada, inescrupulosamente, desembozadamente. ¿Acaso no se dan cuenta que dan vergüenza? ¿O será que no les importa? ¿No se percatan que los estamos mirando, que conocemos el “pedigree” de cada uno, que estamos hartos de que nos mientan, de que nos subestimen, de que se abusen de nuestra mala memoria? Ninguno de ellos resiste un archivo. Ayer nomás sostenían lo opuesto de lo que aseveran hoy. Improvisan dudosas alianzas, se acercan a quienes decían aborrecer, se bambolean de un lado al otro.
Hoy más que nunca, el fin justifica los medios para acceder al poder. El espectáculo que ofrecen es de una vulgaridad inconmensurable. Es casi una lucha en el barro, una feria de vanidades berreta, una lucha de egos digna de la disputa por el lugar y tamaño en una marquesina veraniega. Nosotros, los ciudadanos de a pie, estamos hartos, desesperanzados, tristes, mientras ellos juegan a las esquinitas, especulan, confabulan, negocian, tranzan, sin pudor.