Tuve la dicha de conocerla. Allá por enero del 81. Notre Dame: majestuosa, sobrecogedora, una obra de arte en sí misma. Uno tiende a asociar imágenes, momentos, fotografías en blanco y negro celosamente guardadas en algún rincón de la memoria. Y así fue como recordé otro incendio trágico, el del 18 de octubre de 1977 en mi ciudad adoptiva, La Plata. Esa tarde ardía una joya arquitectónica: el Teatro Argentino. Yo estaba ahí, estupefacta, incrédula, junto a grupos de bailarines en ropa de fajina abrazados, llorando, desconsolados; músicos con sus instrumentos a cuestas, vecinos atónitos, una multitud testigo de algo que no podía estar ocurriendo. Décadas pasaron hasta que el Teatro Argentino de La Plata reabrió sus puertas, negociados y turbias concesiones mediante. Pero en nada se parece el edificio (adefesio) actual, a aquella belleza renacentista diseñada por el arquitecto italiano Leopoldo Rocchi, en 1887. Es un antiestético bodoque de cemento que desentona con los palacios de la Avenida 51. Mientras ardía Notre Dame –casas más, casas menos- recordé con pena esa otra jugarreta del destino, esa otra irreparable pérdida.
Publicado en Clarín