El clima de la obra de Lucía Laragione que se presentó en la “Sala 420” de La Plata es ominoso desde el comienzo. Dos mujeres: Nicole, la cocinera de la casa de campo; Elisa, una joven inexperta recién contratada por la dueña de casa, (Madame), aprendiz a quien Nicole deberá entrenar rigurosamente antes de irse de vacaciones. La relación desigual de poder entre ambas, es un claro ejemplo de la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo. Nicole es vanidosa, autoritaria, despectiva, despótica, arbitraria, deliberadamente cruel. Tiene aires de superioridad, ínfulas. Elisa, por el contrario, es tímida, ingenua, sumisa, introvertida, insegura, vulnerable, presa fácil.
El ritmo de la puesta de Mariana Giovine, la directora, no da respiro. Dinámica, rica en matices, con unos cuantos oportunos toques de humor que distienden y generan risas francas. La interpretación, maratónica, un verdadero “tour de forcé”; un duelo actoral. La “Nicole” (en rigor, “Nicolasa”) de Gabriela Villalonga, es de una ferocidad estremecedora. Su lenguaje gestual y corporal, el manejo de su voz, su mirada, sus movimientos, sus silencios, la vuelven hipnótica; un personaje brutal, siniestro, sádico, que atrae y repele al mismo tiempo. Por su parte, Luciana Procaccini compone una “Elisa” en las antípodas, y habita una joven que va mutando y creciendo a lo largo de la obra, logrando así un excelente contrapunto.
La escenografía, los efectos de sonido, el vestuario y la utilería, resultan aportes enriquecedores e indispensables para crear la atmósfera realista de la pieza de Laragione. El súbito desenlace de la obra corta el aliento y nos obliga a realizar una relectura de lo visto. Más allá de entretener y por momentos divertir, “Cocinando con Elisa” nos invita a reflexionar sobre dolorosas situaciones que hemos padecido en nuestro país ayer nomás. En definitiva, ésa -creo- es la función del buen teatro: salir modificado y llevarse “tarea para el hogar”. Misión cumplida.